La madre del frío by Miguel Salas Díaz

La madre del frío by Miguel Salas Díaz

autor:Miguel Salas Díaz [Salas Díaz, Miguel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2023-10-01T00:00:00+00:00


19

Estruendo. Un estruendo absoluto, sin fisuras, tan perfecto y pleno que podría haberse confundido con el silencio si no fuera porque hería en lugar de sanar, porque tenía cuerpo y arañaba, mordía, desgarraba con él. Xan no se atrevió siquiera a abrir los ojos; avanzó un paso, dos, se adentró en aquel mundo hecho de filos y comprendió que había cometido su última locura: acostumbrado a una realidad de cuatro dimensiones, la Otra Orilla, preñada de una vida infinitamente más compleja, más amplia, tardaría segundos en hacer de su mente girones, polvo al viento, partículas elementales. De todo lo que le rodeaba, solamente el cuerpo de Bronwen en sus brazos constituía un signo que era capaz de comprender: su piel reseca, su levedad, su volumen escueto y familiar al apretarlo contra sí. Lo demás —en aquel lugar cuyos perfiles ni siquiera podía concebir— no tenía un significado para él, era un misterio irresoluble, total, que terminaría por aplastarlo y hacer de él y de su amada fósiles extraños e irrelevantes sobre los que pisarían, sin ni siquiera percibirlos, los inimaginables pies de seres para quienes ellos poseían menos realidad que un garabato en el cuaderno escolar de un niño.

Nada se podía hacer y Borrasca decidió rendirse. Se dejó caer, acercó la calavera de Bronwen a su rostro, la sostuvo como si se estuvieran abrazando y la besó. Le sorprendió comprobar que sus cabellos conservaban aún un resto de su olor, y sonrió por última vez. Recordó —con dificultad creciente, como si sus memorias fueran papel deshaciéndose en el agua— a sus padres, a Tucho, a Suso. Las imágenes siguieron desfilando por su mente incluso después de que dejara de reconocerlas, y pronto olvidó incluso su propia identidad, hasta que nada quedó de Xan Couto en aquella cáscara viva pero vacía.

Sin embargo, y a pesar de no comprender quién era él y qué era aquel cuerpo informe y áspero que sostenían sus brazos, estos se resistían a soltarlo. Sabía —y solo sabía esto, aunque no entendiera por qué— que no quería dejar ir aquel amasijo de tejidos, que era lo único que no debía perderse bajo ningún concepto, y toda su voluntad se concentró en sostenerlo contra su pecho hasta que él mismo, vuelto mero impulso de amor ciego y eterno, se volcó del todo en el abrazo y se hizo uno con él.

Después no supo más.

No escuchó los aullidos, apenas humanos, que sonaban a escasos metros de donde descansaba ni reconoció en ellos —distorsionada por el terror atroz de quien ha perdido todas las referencias que convierten la existencia en algo tolerable— la voz de Lalo Dopico, en cuya locura se estaba cumpliendo, punto por punto, su profecía.

No notó las manos fuertes y expertas que lo encontraron de pronto en la tiniebla del Alén ni el alivio con el que lo acariciaron, y tampoco comprendió las palabras de suave acento portugués que, susurradas a su oído con afecto —«¡Carallo, caralliño!»—, buscaban una respuesta que no encontraron.

No sintió el olor a



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